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Uno pensaría que en pleno siglo XXI, año 2017, muchas cosas en el mundo serían diferentes, pero que va, el ser humano es un ser conflictivo que nunca ha logrado y tal vez nunca logre entenderse, si no como individuo, mucho menos como colectivo, la sensibilidad humana cada vez más se carcome y la inocencia da paso al peor de los monstruos interiores del ser, cada uno tendrá el o los suyos y con suerte sabrá cuáles y cómo.

 

Las guerras, los conflictos armados, la creación de armas para atacar y de refugios y objetos para defender, la necesidad de dominio o control por métodos activos o pasivos, los gritos, los golpes, el llanto, la inocencia corrompida, la sangre y la venganza, la sangre y el engaño, la sangre y la pérdida, la sangre… Todo eso siempre existirá mientras el ser humano no vea dentro de sí mismo, y el año 2049 como nos lo pinta Denis Villeneuve, es más de lo mismo, aunque en el caso cinematográfico no es un aspecto negativo. Desde este momento lo digo, aunque me esté adelantando, que es una de mis películas favoritas del año.

 

Esta especie de prólogo improvisado tiene un sentido, o al menos eso creo, de cómo mi día de Blade Runner 2049 terminó justo en la frontera entre mi personalidad tranquila y mi peor parte como persona que vive en sociedad, ¿el motivo? En algún momento haré mi análisis a esta cinta, pero para adentrarlos un poco en contexto, el 2049 pintado en la pantalla, y sí, pintado, porque la fotografía de Roger Deakins son pinturas móviles que atrapan la vista de cualquiera, por trágicas o terribles que sean, son obras de arte, nos muestran un futuro distópico reflejo de las almas que lo habitan, los replicantes y unos humanos que parecen carecer más de ella que los propios androides, nos va mostrando tal vez no solo que lo construido por el hombre puede tener alma o sensibilidad humana (o más que eso), sino que también el hombre puede ir perdiendo ese sentido que lo hace humano, vertiendo su ser en una especie de ácido que lo carcome como el smog a las ciudades en las que viven.

 

La intensidad de las imágenes, de la música de Hans Zimmer que te provoca la dual sensación de querer levantarte por la tensión pero manteniéndote en el asiento por su intensidad atrapante, los personajes que te guían inconscientemente por su propio pensar y que son representantes de grupos más grandes que su propio individuo, yo en el asiento de la sala dejándome arrastrar por todos estos elementos, la nostalgia de la Ridley Scott de 1982 y viendo la expansión no solo de ese universo, sino de mi mirada a mi ser y al ser de esta época de cambios tan revolucionarios y acelerados que no somos capaces de asimilar tantas cosas a diario y mucho menos analizar quiénes somos y qué buscamos en este mundo, y mientras todo eso sucedía en simultaneo en mi interior, los trogloditas seres prehistóricos salidos de las Cuevas del Guácharo pretendientes de un nivel cognitivo menos alto que el de la silla en la que estaba sentado y siendo este aún más bajo al de esta, lanzándome cotufas a la cabeza faltando aun una hora de película, ciertamente es un reflejo de nuestra sociedad y es lo único que le reprochó a Villeneuve, de mostrar más un 2017 con tecnología y contaminación avanzadas, pero con lo salvaje menos salido a cómo debería.

 

Aquella hora de recibir maíz en la cabeza ha sido de las sensaciones más anticlimáticas que he debido sobrellevar a lo largo de mi vida, porque los cumpleaños terminados a destiempo, las relaciones terminadas a destiempo, la comida servida a destiempo, los chistes a destiempo, los finales o tramas de historias a destiempo, no se comparan con el destiempo que estos seres tuvieron al existir en este siglo y que, como ellos, deben haber millones en el mundo, como también lo tuvieron al entrar a esa sala de cine, tampoco se comparan ni el hacer que para mí la película terminara una hora antes, ni hacer que me levantara del asiento a gritarle a 20 inocentes incoherencias vulgares para que solo tres o cuatro fueran los aludidos, o la pelea que sucedió en los pasillos del cine al terminar la función en la que recibí innumerables golpes pero vieran como quedaron ellos que sucedió en mi cabeza. Nada se compara a la sensación de desasosiego que el saber que estoy rodeado, o mejor dicho, inundado, de tercermundismo cavernícola posmoderno, y vaya incoherencia de términos acabo de usar, pero nada más certero, y que no hay diferencia a estar en la selva rodeado de criaturas salvajes, en un autobús lleno de personas que se adecuan al contexto, o en una sala viendo una obra maestra cinematográfica y humana respecto a nosotros mismos y nuestro avance, de reflexión e introspección, no, no hay diferencia, y hay mucho que pensar al respecto, o tal vez nada. Cuánto queríamos darle una lección a esos canes sin gracia.

 

A la salida del cine mi grupo de amigos y yo nos quedamos mirando a los únicos individuos que nos devolvían la mirada, y cual escena de Sergio Leone con planos cerrados a los ojos de cada uno, cada quien siguió su camino despotricando en voz suficientemente alta para ser escuchado por todos, pero con la dirección de la mirada sin acuso, con toda la ira a flor de piel porque era el único modo de sentirse bien en esa marea de ira social. Anécdota que duro varios días, siendo uno de esos cuando vi a los mismos individuos tomando el autobús que va hacia la zona de la ciudad en la que vivo, y pienso: los tengo cerca, los distingo cada cierto tiempo, compartimos espacio y tiempo bastantes cercanos, y no podríamos estar más alejados el uno del otro en una escala que el hombre aún no ha inventado, ni ahora ni en el 2049, pero que tal vez tendría que.

 

Para reflexionar… o no.

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